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Educación y servicio: “entre clases y ristrettos”

Por Roberto Bravo González

En Inglaterra, las cafeterías empezaron a surgir alrededor del 1650, como una opción más sobria a las tabernas, y se volvieron lugares esenciales para la discusión, lectura y debates políticos. 370 años después, la esencia ha cambiado. Hoy día lo importante es el café, el producto que se vende en distintas variedades, pero, ¿qué tiene que ver esto con la educación?

Por estos días, en donde el cansancio de mitad de año resiente a comunidades escolares enteras, hemos vuelto a escuchar voces descontentas con lo que están realizando algunos colegios, liceos y escuelas.  En abril de este año, cuando llevábamos un par de semanas de suspensión de clases presenciales, diferentes actores–incluso reconocidos ediles – hacían el parangón entre pagar por una taza de café y la mensualidad de un colegio. Hoy, nuevamente, se plantea que, debido a la pandemia, los centros educativos no estarían entregando el servicio por el cual cobran cada mes. Sería como entrar a una cafetería, para pedir un ristretto y nos llegase un té frío a nuestra mesa. Seamos honestos, es frustrante recibir un producto totalmente distinto al que se espera, más si tú cumpliste cabalmente con la transacción económica exigida por parte del proveedor.

Ahora bien, ¿puede compararse el pago por una taza de café al pago de los servicios educativos? Afortunadamente, y para el desconsuelo de algunos, no. No se puede.

Educar es muy distinto. Podríamos reducir la discusión argumentando que, al firmar un contrato de prestación de servicios, la naturaleza jurídica de la relación contractual de un colegio con sus apoderados implica adherir a su oferta educacional, asumiendo un rol activo en el trabajo formativo, incluso si este proceso es modificado producto de una pandemia a escala global. Pero el acto de formar personas merece decir algo más (aunque baste con lo anterior) porque educar es -definitivamente- algo muchísimo más complejo.

Si fuésemos capaces de husmear en los hogares de los docentes por estos días, veríamos como un sinnúmero de utensilios domésticos corrientes y olvidados, vuelven a cobrar vida en este nuevo modelo educativo a distancia. Probablemente, notaríamos añejos libros sosteniendo un teléfono celular o una maraña de cables retorcidos en camas o mesas dispuestos a conectar dispositivos electrónicos.

Si fuésemos capaces de husmear en los hogares de los docentes por estos días, veríamos como un sinnúmero de utensilios domésticos corrientes y olvidados, vuelven a cobrar vida en este nuevo modelo educativo a distancia. Probablemente, notaríamos añejos libros sosteniendo un teléfono celular o una maraña de cables retorcidos en camas o mesas dispuestos a conectar dispositivos electrónicos. Todo sirve, todo se adapta. Un bastón relegado en un rincón del patio, hoy tiene el potencial de transformarse en un eficaz trípode.  Esa es la “nueva normalidad” para miles de educadores. Una realidad que se enfrenta y perfecciona – con mayor o menor éxito – desde que se suspendieron las clases presenciales.

Roberto Bravo González

“Cómo va a ser lo mismo, si los profesores hoy día trabajan mucho menos”, escribía alguien en twitter con gran disgusto hace un par de días.

Obviamente no es lo mismo. ¡Es más difícil! Los docentes tuvieron que aprender a utilizar tecnologías que no sabíamos que existían. Por estos días, antes de hablar por 45 minutos o más frente a una clase de estudiantes virtuales (que muchas veces no sabemos si realmente están ahí), deben hacer espacio en su propio hogar, acomodar la cámara de su celular, adaptar las planificaciones, rogar para que la conexión no se caiga y, como si todo esto fuera poco, los profesores deben ingeniárselas para efectivamente enseñar a aquellos estudiantes que no pueden conectarse por razones tan diversas como atendibles.

Es cierto, se hacen menos horas de clase “frente a aula”, si comparamos este modelo a distancia con la escuela física-presencial que conocíamos. Sin embargo, esto no tendría ningún sentido, porque tal como lo han dicho los expertos en reiteradas oportunidades, la sala de clase no se puede llevar al interior de cada casa.

Es cierto, se hacen menos horas de clase “frente a aula”, si comparamos este modelo a distancia con la escuela física-presencial que conocíamos. Sin embargo, esto no tendría ningún sentido, porque tal como lo han dicho los expertos en reiteradas oportunidades, la sala de clase no se puede llevar al interior de cada casa. Las horas en las cuales los docentes no están frente a una pantalla, no son utilizadas para descansar o ver la última telenovela de algún país turco como podría pensarse; muy por el contrario, son empleadas para llevar a cabo reuniones, entrevistas con padres, responder en los 25 nuevos grupos de WhatsApp recientemente creados y – a su vez – hacer lo que nadie sabe hacer mejor: mantener el vínculo con niños y niñas que también están cansados, ansiosos y asustados. Todo esto, mientras se las ingenian para equilibrar los tiempos con sus propias familias y tareas del hogar.

Educar a un niño es una tarea de alta complejidad. Requiere por sobre todo vínculo y compromiso transversal. Cuando pagamos por un café, no conocemos ni tampoco se nos invita a formar parte del proceso. No sabemos cómo se lleva a cabo la recolección y selección de granos. Tampoco sabemos cómo son los contenedores donde se almacenan. Y si no fuera porque algunas cadenas obligan a sus trabajadores a llevar su identificación en el delantal, jamás conoceríamos el nombre de la persona detrás del mostrador.

Cuando se decide ser parte de una institución escolar, tanto como apoderado o profesor, no sólo se suscribe a un ideario que representa a ambas partes, sino que se acepta la invitación a involucrarse completamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Por eso es que existen escuelas para padres, reuniones de apoderados, salidas pedagógicas y espacios de reflexión familiar.

En una escuela sucede todo lo contrario. Cuando se decide ser parte de una institución escolar, tanto como apoderado o profesor, no sólo se suscribe a un ideario que representa a ambas partes, sino que se acepta la invitación a involucrarse completamente en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Por eso es que existen escuelas para padres, reuniones de apoderados, salidas pedagógicas y espacios de reflexión familiar. Porque se entiende que ni las familias ni los profesores pueden hacerlo solos. Los niños y niñas no son granos idénticos de cafés que avanzan uniformes en una línea de producción. Cada estudiante es un mundo diferente y requiere de especial atención, sobre todo en los convulsionados y extraños tiempos que nos toca vivir.

Los establecimientos educacionales, sus profesores y familias, tienen una tremenda e inédita oportunidad. Hoy pueden ser capaces de crecer y reescribir juntos su tarea central: visibilizar el vínculo como pieza esencial en el desarrollo de aprendizajes profundos, permitiendo entender la escuela en su más amplia definición, aquella que no basa su tarea en sólo prestar servicios, sino que en impactar y modificar vidas para siempre.

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